La “reconquista española” y sus lecciones


 Por: Gonzalo Armua / Narrativa Política 

La independencia de América Latina no se desarrolló en una línea recta, ni fue un proceso inevitable. Por el contrario, fue un recorrido lleno de profundas incertidumbres. Tras la derrota de Napoleón y el restablecimiento de Fernando VII como monarca absoluto se inició “la reconquista española” sobre los territorios americanos que marcó uno de los episodios más oscuros de nuestra historia. Al buscar reinstaurar el dominio imperial con una violencia brutal, la reconquista no solo radicalizó las posiciones independentistas, sino que dio forma a un proyecto unificado de libertad continental.

 

La historia de América Latina está marcada por un hecho que estuvo muy cerca de una derrota, pero que terminó por convertirse en el catalizador de un proyecto de emancipación: “la reconquista española”. En su intento desesperado por restaurar el orden colonial y la autoridad monárquica, entre 1814 y 1820 Fernando VII lanzó una brutal campaña militar liderada por el Comandante Pablo Morillo y el Mariscal José de la Serna. El objetivo era someter nuevamente a los territorios insurgentes, desde Nueva Granada hasta Perú, y borrar cualquier atisbo de autonomía y esperanza. Pero lo que no previeron fue que la violencia, el saqueo y la represión sembrarían una semilla de unión entre los pueblos americanos que rompería para siempre los límites del sistema monárquico. Las élites criollas, las clases populares y los ejércitos libertadores, ante la magnitud de la amenaza, comprendieron que no había conciliación posible con la corona española. El único camino era la independencia absoluta.

 

La campaña militar del intento de reconquista provocó una serie de eventos que marcaron para siempre la memoria popular de las antiguas colonias. Desde las masacres en Quito en 1812, donde fueron ejecutados los líderes de la primera junta, pasando por el brutal sitio de Cartagena en 1815, hasta la ocupación de Lima en 1814. Con todo esto quedó claro que la monarquía no estaba dispuesta a ceder ni un ápice de control.

 

Fernando VII, restaurado en su trono tras la derrota de Napoleón en 1814, ignoró los avances políticos logrados durante la ocupación francesa, desechó la Constitución de Cádiz de 1812 y trató a sus súbditos, incluso a los leales, como enemigos. Esta actitud de soberbia intransigente no hizo más que radicalizar las posturas en las colonias. Lo que antes era un movimiento por reformas o autonomía dentro del sistema monárquico se convirtió en un grito generalizado por la independencia. Y lo que era una disputa interna de las elites portuarias, se convirtió en una guerra de todo el pueblo.

 

La estrategia de San Martín: un plan para liberar América

 

San Martín, estratega de visión continental, delineó un plan para contrarrestar la fuerza imperial. La independencia de un solo territorio sería inútil mientras España mantuviera el control de Lima, el corazón del virreinato del Perú y la base de operaciones de la reconquista en Sudamérica. No bastaba con resistir en el sur; era necesario tomar la iniciativa, atacar donde el imperio menos lo esperara y unir fuerzas con los demás movimientos libertadores del continente. Su plan comenzaba con la liberación de Chile, para el asalto posterior a Perú, el verdadero bastión imperial.

 

El Cruce de los Andes, en enero de 1817, fue la pieza clave de este plan. A diferencia de los ejércitos imperiales, que contaban con soldados profesionales y recursos organizados, el Ejército Libertador estaba compuesto por campesinos, esclavos libertos, indígenas, mestizos y criollos, muchos de los cuales nunca habían visto una montaña en toda su vida. San Martín logró movilizar cerca de 5 mil hombres a través de una de las cadenas montañosas más imponentes del planeta. Fue un desafío titánico. Las tropas enfrentaron alturas superiores a los 4 mil metros, temperaturas bajo cero y un terreno inhóspito. Cada paso era una victoria sobre las fuerzas de la naturaleza. La travesía culminó con la victoria en la batalla de Chacabuco el 12 de febrero de 1817, que aseguró el control de Santiago y permitió el establecimiento de un gobierno independiente en Chile, liderado por Bernardo O’Higgins.

 

Esta victoria y la consolidación de la independencia chilena con el triunfo de la batalla de Maipú en 1818 fueron pasos fundamentales hacia el verdadero objetivo: Perú. San Martín sabía que mientras Lima siguiera bajo control español, el continente permanecería en peligro. Desde Valparaíso, organizó una flota para llevar el conflicto al corazón del imperio.

 

En 1820, el Ejército Libertador desembarcó en la costa peruana con el apoyo de la flota chilena liderada por Lord Cochrane. Durante meses, empleó una combinación de tácticas militares, diplomáticas y psicológicas, a través de una red de inteligencia que dirigía Monteagudo.  Todas estas maniobras culminaron en la proclamación de la independencia peruana el 28 de julio de 1821. Sin embargo, los realistas aún controlaban gran parte del territorio, y San Martín sabía que la tarea estaba lejos de concluir. La elite limeña nunca disparó un solo tiro por su independencia, solo se pasaron de bando cuando el viento cambio de lado.

 

Bolivar, desde Jamaica hasta Perú

 

Después de la caída de la Segunda República en Venezuela en 1814, Bolívar se exilió en Cartagena y luego en Jamaica. Fue en este contexto de desolación y reconfiguración estratégica que Bolívar redactó la Carta de Jamaica. Allí reflexiona sobre el fracaso de las primeras repúblicas independientes. Identifica la falta de unidad entre las colonias, la debilidad de las instituciones republicanas y la ausencia de apoyo internacional como factores decisivos que le permitieron a España retomar el control. En contraposición al proyecto colonial español, Bolívar propone un proyecto de unidad continental. Analiza que frente “la reconquista”, con su violencia y represión, era necesario unificar los esfuerzos para consolidar la independencia. Bolívar anticipa que la brutalidad de la reconquista despertará una reacción más fuerte y cohesionada en las colonias.

 

La Carta de Jamaica se convierte en un manifiesto estratégico y político en el momento más crítico de la reconquista. Desde el exilio, Bolívar redefine la lucha y sienta las bases para los futuros movimientos que culminarán en la liberación definitiva de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia.

 

En 1824, en los campos de Ayacucho, el ejército libertador, liderado por Antonio José de Sucre, enfrentó al último bastión español. La batalla fue breve pero decisiva. Cuando la bandera realista cayó, el continente entero exhaló un suspiro de alivio por la victoria, pero también de incertidumbre.

 

La confluencia de Bolívar y San Martín: un proyecto continental

 

El encuentro en Guayaquil, en 1822, simbolizó la unión de dos grandes proyectos. Mientras San Martín avanzaba desde el sur, Bolívar consolidaba su proyecto desde el norte. La liberación de la Nueva Granada, lograda con la Batalla de Boyacá el 7 de agosto de 1819, permitió unificar esfuerzos y preparar el terreno para lo que sería el golpe final: la Batalla de Ayacucho, el 9 de diciembre de 1824. Este enfrentamiento no solo selló la independencia de Perú, sino que también marcó el ocaso definitivo del poder español en América. Fue el resultado de una visión compartida entre hombres y mujeres que, desde diferentes geografías y con distintos orígenes, supieron articular un proyecto que trascendía las fronteras impuestas por la corona. Y que, en muchos casos, tuvieron que enfrentar a las elites portuarias, más interesadas en el comercio con Inglaterra o EEUU que en la conformación de repúblicas con derechos y libertades.

 

El Cruce de los Andes, más que una hazaña épica, fue un acto de fe en un proyecto común. San Martín lideró a un ejército que enfrentó no solo al enemigo, sino a la geografía misma. Cruzaron montañas heladas, enfrentaron los rigores del clima y desafiaron las probabilidades porque sabían que el objetivo final era mucho más grande que cualquier dificultad. Esa misma determinación fue la que guio a Bolívar en su campaña por los llanos y las montañas de la Nueva Granada. La unión de esfuerzos, la claridad de propósito y la participación del pueblo en armas fueron centrales para enfrentar y derrotar al imperio dominante. Así la victoria de Ayacucho, fue la culminación de un esfuerzo colectivo que tomó años de sacrificio y organización. Representó no solo la derrota del ejército español, sino también la victoria de un ideal: la Independencia. Sin embargo, ese ideal no habría sido posible sin las contribuciones de aquellos que, desde los márgenes, hicieron posible el triunfo en la guerra.

 

Lecciones del pasado para pensar el futuro

 

En el siglo XIX, el intento de “la reconquista” reveló los límites de la monarquía como sistema. La incapacidad de adaptarse a las nuevas realidades de América Latina dejó claro que el absolutismo no podía sostenerse en un mundo que demandaba nuevas formas de representación y legitimidad. Este intento, lejos de consolidar el dominio español, catalizó un proceso que rompió los moldes de la época. Los pueblos comprendieron que el sistema monárquico no era capaz de ofrecerles un futuro. Las juntas, inicialmente pensadas como espacios de autonomía dentro del marco del reino, se transformaron en laboratorios de ideas republicanas, una innovación para la época. El impacto que provocó “la reconquista” fue tan devastador que no dejó más opción que la ruptura total.

 

Este fenómeno no es exclusivo del pasado. Hoy, las extremas derechas, con discursos que exaltan el individualismo y la deshumanización, buscan restaurar un orden caduco, en crisis, que ignora las demandas de justicia social y niveles básicos de humanidad. Como en la época de “la reconquista”, vivimos un momento de polarización social y transición mundial que obliga a replantearnos si lo que se debe defender es dentro de los marcos de lo ya conocido o si nuestra imaginación política debe transcender y construir un nuevo orden.

 

Así como las colonias latinoamericanas encontraron un motivo para unirse ante un enemigo implacable, hoy tenemos la oportunidad de construir proyectos colectivos que trasciendan las respuestas inmediatas. La historia de la independencia nos recuerda que los sujetos excluidos, los pobres de nuestra patria, los odiados por los que dominan el mundo son la base fundamental. En su momento, fueron los llaneros de Casanare y Apure, los afrodescendientes de Cartagena y las mujeres como Policarpa Salavarrieta quienes, desde las periferias, jugaron un papel central en la lucha. No estaban en el centro del imaginario de las elites criollas, pero sin ellos, la independencia habría sido imposible. Hoy, en un mundo donde las elites políticas y económicas intentan perpetuar su poder, los márgenes vuelven a ser el lugar donde germinan las ideas más transformadoras. La resistencia está en los barrios, en los campos, en las juventudes que rechazan las desigualdades de un sistema que ya no responde a las necesidades de la mayoría. Pero además se necesita un plan, porque los Andes no se cruzó solo a fuerza de voluntad. Sin planificación y sin pueblo, ninguna epopeya es posible.

 

“Yo veo al futuro repetir el pasado”

 

La “reconquista española”, emprendida con la restauración de Fernando VII, se presentó como un esfuerzo desesperado por reinstaurar el orden monárquico en América Latina. Sin embargo, la brutalidad de sus métodos y la falta de negociación radicalizaron los movimientos independentistas, y transformaron lo que inicialmente eran demandas de autonomía en un proyecto completamente nuevo: la independencia absoluta y la creación de repúblicas. Este quiebre histórico marcó el fin de un sistema que, por siglos, había concentrado el poder en la figura del rey, dando paso a una política de autodeterminación y soberanía popular. Así, “la reconquista” no solo fracasó en su objetivo inmediato, sino que catalizó la formación de un nuevo paradigma político en el continente.

 

El regreso de las extremas al poder está llevando a las sociedades a replantear sus valores fundamentales y a construir proyectos que trasciendan las limitaciones de las democracias actuales. El desafío radica en convertir la resistencia en una fuerza transformadora, capaz de forjar un nuevo pacto social que, como las independencias del siglo XIX, marque el inicio de una nueva era de justicia social y felicidad del pueblo.

 

El espíritu de los libertadores no es un relicario del pasado, sino un llamado constante a la acción.  La construcción de un mundo más justo requiere de la misma claridad de propósito y unidad de acción que la que tuvieron los líderes de nuestra independencia. La guerra contra “la reconquista” nos enseñó que la libertad no se negocia con quienes solo ofrecen cadenas. Esa lección sigue vigente. La epopeya de San Martín y Bolívar y de los ejércitos libertadores no es solo una historia de batallas y victorias, sino un recordatorio de que, en los momentos más oscuros, cuando la noche es más negra, no hay que rendirse. Muy por el contrario, hay que unirse, planificar con inteligencia, resistir y finalmente avanzar con determinación para transformar la historia.

 

Portada: Óleo: Acción de Pueblo Viejo, Tampico, 1829.

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